Fuimos
hasta la estación de trenes dando un agradable paseo matutino. No tuvimos que
esperar, ya que el Cercanías con destino a la capital andaluza nos aguardaba en
el andén principal. Así que compramos los billetes y accedimos a él.
Una
vez dentro, nos sentamos una frente a la otra; y ambas, al lado de la ventana.
Llamaron al teléfono móvil de Sherezade. Rebuscó en el bolso hasta encontrarlo:
—Es
Pedro —me informó con una sonrisa.
Mientras
hablaba con su marido, y le explicaba que íbamos a pasar el resto del día en
Sevilla, me dediqué a escudriñar su rostro, como si nunca antes hubiese
reparado en él. Sherezade me parecía una mujer bastante guapa, y no menos
atractiva. Sin embargo, no podría discernir si la visión de dicha belleza, se
debía al inmenso cariño que le profesaba, o era fruto de la objetividad.
Me
detuve en las cejas, lo primero que llamaba la atención en su cara, y que le
conferían gran personalidad. Eran negras, arqueadas, marcadas y finas, sin
excesos, sin perder su forma; se me recordaban a las de Joan Crawford. Bajo, estas,
unos ojos de un chocolate intenso, antiguos, profundos; siempre, amparados por
unos párpados cansados por la edad, que terminaban en una fila frondosa de
pestañas. Poseía un cutis limpio y claro. Aunque ya no conservara la frescura y
la lozanía de años atrás, continuaba viéndose saludable y bien cuidado. El paso
del tiempo, comenzaba a surcar una hilera de arruguitas sobre las mejillas sonrosadas.
En medio, la nariz, fina y recta, elegante, de recio abolengo. Los carnosos labios
poseían el color y la frescura de las fresas en primavera. A Sherezade le
gustaba ir siempre bien maquillada y peinada; de hecho, solía dedicar bastante
tiempo al cuidado de su aspecto.
En
esa ocasión, como en tantas otras, me pregunté de cuál de los dos progenitores
habría heredado el físico. Nunca los había visto en persona, por lo que no
podía juzgar por mí misma. Sherezade sólo conservaba una fotografía añeja del
día de la boda de sus padres. Y a eso había que añadir, que a ella no le
agradaba sacar el tema de su familia. Algo enquistado en su interior le causaba
un daño que no le gustaba mostrar.
—Mi
madre murió cuando yo aún no había cumplido los seis años, y poco recuerdo de
ella; salvo que siempre estaba en cama. Alguna vez escuché a Aadina murmurar
que había muerto de pena. Supersticiones, supongo. Sin embargo, opino que debió
enfermar de algún tipo de cáncer —explicó un día.
Del
padre prefería no hablar, salvo en contadas ocasiones, y bajo los efectos
embriagadores de alguna copilla.
«El
patriarca regresó al pueblo». Esa era la sentencia que tenía en los labios
cuando alguien le preguntaba por él. Sin embargo, una vez me confesó entre
lágrimas:
—Algo
tuve que hacer, no sé cuándo ni cómo ni dónde, que a él le disgustó
sobremanera. Si no, no puedo comprender la indiferencia hacia mí —se lamentó un
día, tras pasarse con unos vinos—. Sé que es de carácter agrio, seco y recto.
Pero yo he tratado de hacer lo posible e imposible para que se sintiera
orgulloso de mí, para que me quisiera. He sido obediente, estudiosa,
disciplinada… Nada le complació jamás, nada estaba a la altura ¿Qué más quiere?
Si hasta creo que me enamoré de Pedro por el parecido físico con él.
Siempre
evitaba sacar esta conversación, porque, al final, acababa embargada por el
llanto. Sherezade adoraba a su padre desde niña, pero en vista del rechazo, ese
amor se transformó en rabia contenida y en rebeldía. No recordaba que este le
hubiese dado un beso nunca, ni de pequeña, y ese desapego se agravó mucho más
tras la muerte de su madre. Cuando regresó al pueblo, se olvidó de su única
hija. No quiso viajar ni para conocer a sus nietos. Así que ella, tras subir un
par de veces, y caer ante la evidencia de que el padre no la quería allí,
guardó el dolor en lo más profundo del corazón, y decidió no volver a verlo.
Alguna
vez lo llamaba, de ellas, alguna él contestaba al teléfono, otras ni eso.
Sherezade
se cansó de buscar explicaciones y de ir al psicólogo. No lograba entender ese
comportamiento. Sabía que, de alguna forma, su padre la quería. Jamás le había
faltado de nada, e incluso de mayor, cada cierto tiempo depositaba en su cuenta
una suculenta cantidad económica. Sin embargo, no entendía tanta frialdad. No
se lo explicaba, por mucho que el carácter fuera el típico de un hombre aguerrido
del norte.
El
sonido neumático de las puertas del tren justo antes de cerrarse, hizo que
abandonara mis pensamientos. Mi amiga, con voz melosa, continuaba la
conversación con Pedro. Dejé que mi mirada vagara por el interior del vagón. Se
detuvo en una pareja joven con un niño pequeño. Él lo llevaba sobre el regazo,
y ella los contemplaba a ambos con los ojos henchidos de amor. Aparté la
mirada: me hacía demasiado daño ver ese tipo de felicidad en los demás.
—¡Qué
pesado es! —Sherezade me miró con cara de hastío. Guardó el móvil en el bolso y
sacó su abanico.
—Pero,
si…
Decidí
no terminar la frase. Aunque su actitud me pareció de lo más falsa. Sin
embargo, como la quería, no la juzgué, imaginé que dicha expresión guardaba un
trasfondo que yo desconocía.
—Ade,
¿te pareces a tu padre o a tu madre?
Rio.
—¿A
qué viene ese ahora?
—No
sé… Te estaba observando y me he acordado de la foto de ellos que me enseñaste
una vez.
—Pues,
la verdad es que no lo sé, Cati. Desde luego a mi padre no.
El
tren se detuvo en la estación de Cantaelgallo, en Dos Hermanas.
—¡Me
encanta esta ciudad! —dijo soltando un suspiro.
—Sí,
está muy bien.
—Lo
cierto es que odio Utrera. Preferiría vivir en cualquier sitio antes que allí.
—¿No
habéis pensado en mudaros ahora que vuestros hijos ya no están?
—¡Mudarnos!
Pedro preferiría antes que le arrancaran la piel a tiras.
15 de marzo 2013, 00:26
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