Metí la mano en el
bolsillo de mi pantalón. Necesitaba asegurarme de que el billete de cinco euros
aún seguía dentro de él. Ese arrugado trozo de papel era cuanto me quedaba para
terminar la semana.
Caminaba a paso lento
por el Paseo de Consolación. A principios de abril, el sol mañanero comienza a
calentar por el sur de Andalucía, desterrando el agarrotamiento anquilosado en
los huesos y articulaciones durante los meses de invierno. Bajo aquellos
primeros rayos primaverales, olvidé, por un segundo, como en el último año
había arrojado mi vida al cubo de la basura, sin reciclar. Deseché los
pensamientos que aniquilaban mi cabeza, como si llevara adosada a ella una ametralladora
que proyectaba, cada poco, augurios catastróficos de un futuro incierto. Por
unos instantes necesité olvidar la separación, y cómo saldría adelante con dos
hijos, desempleada, sin formación y superados ya los cuarenta.
En verdad, necesitaba
evadirme un poco de los problemas propios y de los endosados. Pensándolo bien, quizás
ese fue uno de los motivos por el que no opuse demasiada resistencia ante la invitación
de mi amiga Sherezade cuando me llamó por teléfono la noche anterior.
—Necesito que nos
veamos: no me encuentro bien. ¿Te apetece que desayunemos juntas mañana?
Noté cierta agitación
en el tono de su voz. La conocía bastante bien, al menos eso creía yo por aquel
entonces, y enseguida sospeché que algo le ocurría.
—No puedo, Ade.
Los familiares y amigos,
a excepción de su marido, Pedro, la llamábamos con el nombre acortado. Ella
prefería que lo hiciéramos así, lo sentía más cercano, menos formal.
—Hazlo por mí, Cati:
estoy fatal, necesito hablar con alguien, y nadie mejor que tú.
—Pero…
—No te preocupes, yo te
invito.
—No, Ade, ya basta de
invitaciones, pareces mi benefactora.
—Sólo quiero que estés
conmigo, Cati, lo demás no importa: es sólo dinero.
«¿Es sólo dinero?», pensé.
Entonces, como una revelación divina, comprendí de golpe la famosa Teoría de la
Relatividad de Einstein.
Durante unos segundos
se produjo un silencio pesado entre las dos. De un lado, yo buscaba
alternativas no monetarias. Por el suyo, mujer paciente y respetuosa, acostumbrada
a medir cada una de sus palabras, cada uno de sus actos, quiso darme tiempo
para la reflexión.
—Por favor, Cati, por
favor… —Me alertó tanta insistencia.
—Muy bien —cedí a regañadientes—.
Pero voy desayunada de casa.
—Ni se te ocurra —replicó
tajante—, ya sabes cuánto odio comer sola.
—De acuerdo… Dejo a los
niños en el colegio y nos vemos.
—¿En la Taberna
Irlandesa a las nueve y cuarto…?
—Sí. Quien llegue
primero espera.
—Hasta mañana.
Descansa. ¡Ah!
—Dime.
—Que te quiero.
Sonreí.
—Lo sé, tonta, lo sé.
Así que, a la hora señalada,
como el título de la magistral película protagonizada por Johnny Depp y Christopher
Walken, llegué a nuestro punto de encuentro. De inmediato, realicé un rápido
barrido visual por la terraza de la cafetería. Supuse que no habría llegado
aún. Sin embargo, para cerciorarme, entré y le pregunté a Mari, una de las
camareras, y, en efecto, lo corroboró:
—No, no ha venido
todavía. ¿Quieres ir pidiendo mientras, Cati?
—No, gracias, prefiero
esperarla.
Volví a salir y ocupé
una de las mesitas. La agradable temperatura invitaba a permanecer fuera, además,
desde mi posición, podía observar El Paseo en su pleno apogeo. Frente a mí, el
verde de los árboles, cuyas copas parecían entrelazarse unas con las otras;
además, la brisa matutina traía a bocanadas el perfume a azahar de los naranjos
situado a mi espalda. Por momentos, la paz añorada en los últimos tiempos de
guerra conyugal regresaba a mi vencido interior.
Por más que aquella bella
estampa se repitiera cada comienzo de primavera, no dejaba de maravillarme. Daba
la impresión de que los habitantes de Utrera, abandonaban el letargo invernal para
reaparecer con renovado vigor y alegría. Resultaba curioso observar como la
mayoría de los que por allí deambulaban podían dividirse en varios grupos bien
definidos. Por un lado, los de mujeres jóvenes que, enfundadas en ropa
deportiva ajustada, trotaban a buen ritmo. En contraposición a estos, los
formados por las señoras veteranas en eso de bajar los niveles de colesterol en
sangre, cuyo caminar comenzaba a ser cada vez más cadencioso. No menos
pintoresco me parecían los conjuntos de hombres ya jubilados, quienes más que prestar
atención al deporte, centraban las energías en criticar al gobernante de turno.
Estos siempre llevaban tras ellos un par de perrillos de tamaño pequeño que
seguían con dificultad a sus dueños. De vez en cuando se colaba en la escena
alguna que otra joven con diminutos reproductores de música en las manos, al
tiempo que practicaba jogging; y no
pocas parejas de corredores. En definitiva, mucha vida.
De todos ellos, el que
más atrajo mi atención fue el compuesto por unas señoras de edad bastante avanzada.
Calculé que algún científico loco las había clonado, queriendo buscar a la
abuelita ideal. Todas lucían cuerpos rollizos. Llevaban el pelo, además de
corto y rizado, teñido en un futurista tono gris-violáceo.
Sin embargo, lo más curioso en ellas no radicaba en el color de los cabellos, sino
en la indumentaria, que como buen uniforme, debería componerse de: rebeca, falda
por debajo de las rodillas, medias y zapatillas deportivas. De inmediato decidí
que quería ser como ellas cuando llegara a esa edad sabia, edad en la que todo
se relativiza.
Mientras contemplaba la
singularidad de la fauna paseante, a lo lejos, como surgida de la nada, comencé
a vislumbrar la silueta curvilínea de Sherezade. Por la forma de contonearse al
caminar, su figura destacaba entre la multitud de gente que baja hasta el Santuario
de Consolación.
Sherezade poseía una evidente
hermosura de otra época. Le gustaba embutirse en vestidos insinuantes o faldas
ajustadas, jamás llevaba pantalones. Solía calzar tacones de vértigo, que conferían
aún mayor sensualidad a sus movimientos. Pese a la altura inusual y al físico exuberante,
lo que destacaba en su belleza, por encima del resto de virtudes, era la
cabellera de rizos negros, larga y frondosa.
Cuando se acercó, me
levanté para abrazarla. Siempre me inspiraba ternura.
—¡Ay! ¿Qué le pasa a mi
niña?
Sherezade dibujó un
gracioso mohín en su cara, como si quisiera poner pucheros.
Pese a ser mayor que yo
en centímetros y en edad, en esos momentos la sentía como a una hermana pequeña
y desprotegida. La achuché con dulzura durante unos segundos.
—Vamos, siéntate —le pedí.
La camera se acercó, y
pedimos nuestros respectivos desayunos.
—¡Qué buen día hace! ¡Uy,
Dios, cómo huelen estos naranjos! —dijo Sherezade, respirando la belleza del
lugar.
—Sí. Es maravilloso.
Somos afortunadas por poder disfrutar del Paseo en esta época del año.
La camarera depositó en
la mesa los dos cafés y las tostadas.
Noté que mi amiga
quería comenzar a irse por las ramas.
—¿Qué te ha pasado? —pregunté
para que se centrara.
—Nada.
—Pues eso no es lo que
parecía anoche.
—Nada, sólo que soy
idiota.
—¿Por qué te hablas así,
mujer?
—Para empezar, no debería
ser tan egoísta.
La miré inquisitiva.
—Sí, no me mires de ese
modo. Estoy aquí contándote mis problemas sin tener en cuenta la situación tan
difícil por la que estás pasando.
—No te creas, me viene
bien despejarme un poco. —Intenté que no se preocupara por mí—. Anda, dime, ¿qué
te pasa?
—No lo sé… No lo sé…
Soy idiota… No tiene otra explicación.
—A ver, ¿por qué eres idiota?
—Porque lo tengo todo.
—Asentí con la cabeza—. Estoy casada con un buen hombre, mis hijos estudian en las
mejores universidades del mundo, tenemos un piso precioso, otro en Rota, además
de la herencia de mi familia materna. Pedro gana dinero suficiente para vivir
con holgura. Se nos aprecia entre nuestras relaciones sociales y tengo amigas
con las que siempre puedo contar. Salud… No puedo pedir nada más.
—¿Y por eso eres
idiota?
—Sí, por no valorarlo.
—¡Claro que lo valoras,
mujer! Ahora mismo acabas de hacerlo.
—Entonces, ¿por qué me
siento tan triste y desdichada?
—Pues… Tendrás otros
motivos… Poseer cosas no implica que la felicidad esté incluida en el lote.
—Entonces, ¿qué da la
felicidad?
Sonreí.
—Ojalá hubiese
encontrado la fórmula mágica. No lo sé. Si lo supiera… —Reí—. Si lo supiera
sería la gurú de la dicha y el bienestar, y me dedicaría a impartir
conferencias por el mundo entero.
—También es verdad. —Rio.
Sin embargo, el destello en sus ojos se apagó de nuevo—. ¡Ay, Cati! ¿Por qué me
encuentro tan mal? Desde que se fueron mis hijos doy vueltas por la casa como
un alma en pena. No hay nada que limpiar, nada que recoger. Ya sabes que Pedro se
queda muchas tardes en la oficina. Algunas veces, no te ofendas, me aburre
quedar con amigas. Me pesa, no te imaginas cuanto, la misma rutina de todos los
días. Sólo quiero tirarme en el sofá, comer, ver programas tontos en televisión,
hasta que pierden su sentido. Ya me asquean hasta las redes sociales de internet.
Creí entenderla.
—Es normal, Ade, a
muchas mujeres les sucede lo mismo. Han dedicado las vidas a los hijos, el
marido, la casa… Así que cuando estos se hacen mayores y abandonan el hogar, descubren
de golpe que sus propias existencias están carentes de sentido. Se han volcado
tanto en los demás, que han descuidado su jardín.
—En parte tienes razón,
Cati, pero… No me sucede exactamente eso. —Clavó los ojos en mí, y acercó la
cara, para que nadie pudiera escuchar sus palabras—. Hay mucho que tú no sabes,
ni tú ni nadie, y necesito contarlo a alguien.
—Somos amiga, sabes de
sobra que puedes confiar en mí.
—Necesito hacerlo, Cati.
Necesito confesarte un secreto que tengo enmarañado en la mente.
Miró el reloj.
—¿Tienes prisa?
—No, Marcos recoge hoy a
los niños del comedor. Les toca tarde de papi —dije con un hilo de amargura que
Sherezade no captó.
—Te invito a comer.
Pedro no vendrá hoy hasta tarde, y quiero tenerte para mí el día entero. ¿Te
apetece que vayamos a Sevilla? ¡Cuántas veces hemos dicho que tenemos que
pasear por la calle Betis cuando los naranjos estén en flor! Pues… ha llegado
el día.
La miré sorprendida.
Colocó las manos juntas, como si rezara
—Por favor…
Volví a meter la mano
en el bolsillo, saqué el billete de cinco euros arrugado.
—Guarda eso. Te vienes
y ya está.
13 marzo 2013, 13:10